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Vivir para contarlo


IV

Estamos otra vez en esa galería espejada
donde nos conocimos.
Esa mujer no ha cambiado, parece tener fiebre
y un revólver en la cartera por si alguien sale con la palabra fiesta.
(¿Uno ama en el otro lo que es?)
En balcones grises y cocheras sin autos
bailábamos a punta de hastío hasta el amanecer:
                        adolescentes cazadas como tigres desde su
nacimiento. Acordonadas, asediadas, acortadas, embestían
una línea tan precaria como la de su sombra.
En la única foto que quedó
nos tomamos de la cintura contra un fondo de opereta.
Los vestidos son toscos, las sonrisas necias,
pero hay algo en los ojos, algo que golpea como un picahielos
y nos separará de la soberbia, nos raspará el hollín.

Plantas que crecen en el corazón.

En una casa vaciada los chicos se refriegan contra
nuestros pechos donde la oscuridad no admite confusiones:
                                  Son bellos, son tontos, nos necesitan
como a las enfermeras en hospitales de campaña.

Vas a tocar un piano y yo voy a cantar.

Y para siempre, la felicidad
no podrá dejar de ser amarga y dócil, asociada
al terciopelo, a las sienes húmedas y a la pasión encapsulada.

Ah, vamos a brillar, a movernos con estrépito,
                          y a desarmarnos de golpe, casi anestesiadas.
A cruzar el porvenir con el deseo de un aire malsano
para un paisaje en donde siempre anochece.
(el sol no importa, el sol trae moscas, ya habrá tiempo
para el sol.)
Las brujas vigilan nuestros prendedores

en alhajeritos de cuero sobre las repisas.

Vas a soñar con trenes y yo voy a partir.
Y todas las ciudades estarán custodiadas por leones.

Tu voz está hablando ahora, es tu voz arrasada.
Y es como si estuviéramos muertas,
desnudas sobre la baldosa o el mármol.
-No puedo ser tu personaje- dice tu voz-
no te traicioné lo suficiente.

 
 
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