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Hoy es imprescindible ponerle un nombre al miedo.
Prestarle una mirada.
Ofrecerle algún té,
la congoja de anteanoche,
el grito apretado en el armario.
Convocarlo a la última luna
en las orillas del pozo
y contarle de mi sed.
Del perro en mi ventana.
De las líneas que saben en mis manos
de cuando no eran manos todavía.
Y de mis ojos.
Que no saben.
Pero vieron el lento terror de los relojes,
los muros destruidos,
la vieja crueldad de la ternura.
El miedo y yo. Es el secreto.
Para no correr a través de las ciudades.
Para mirar a los costados y aceptarlos.
Para morir cuando eso sea necesario.
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