|             
              Carta 
          
          Te escribo desde un ciudad fronteriza 
            absorta en el primer soplo del amanecer. 
            Hay mucho polvo 
            y el cielo por la tarde no es rojo sino 
            ocre 
            y las hojas de los árboles 
            corren con cierta violencia por las alcantarillas. 
            Me vas a preguntar por qué estoy aquí 
          —
            hace días— 
            qué espero en este pasillo extendido 
            hacia la bruma. 
            Y bien, pienso que algo ha de haber detrás  
            de estas canillas que gotean interminablemente, 
            de estas palabras descamándose  
            de las bocas de la gente 
          —
            por cierto, no dibujan serpentinas 
            en el aire, más bien caen 
            y de noche, en el terraplén o en la ría 
            ninguna palabra danza con las constelaciones— 
            Extraño lugar. 
            Pero más extraño aún, es mi oído 
            afinándose en los cuartos calientes y opacos 
            buscando una alarma que no tenga 
            que ver con la ira, 
            una flor en la áspera identidad. 
            Me he —me han— convertido en un sabueso 
            entrenado para la vida, 
            pero así y todo es difícil dilucidar 
            porqué en el barro, 
            porqué en agujeros prendidos en los mapas 
            como viejos alfileres de sombrero. 
            Ha de haber una razón, 
            un detalle ampliado de la obstinada mente 
            que permita entender estos insectos sobre el  
            velador, 
            este deseo de movimiento en la asombrosa quietud 
          —
            como un teorema en la pizarra—, 
            este llamado. 
           |