Invenciones del viento
Pertenecer. Pertenecerse. Un lugar para estar y un lugar para morir.
Sabíamos sin decirlo cuál era el lugar y la cantidad exacta de aire
que había que aspirar para llegar a él.
El viento era el amo, pero era sabio y fuerte y si nos estrujaba demasiado,
aún como muñequitos
tambaleantes de papel pintado cruzaríamos el río.
Pequeños dioses de viento y de papel. ¿Por qué nos abandonaron? La poesía era
el lugar y sigue siéndolo aquí. Pero este llano, este desierto... Yo no soñaba
sino con pinos dorados. Yo pensaba en romper la música y dibujar con palabras
el aliento de los pinos. Pertenecer. Pertenecerse.
Obtener agua y continuar ensombreciendo el sol con las verdades. Sobrevivir.
¿Es ésto lo que queríamos? Queríamos vivir, no sobrevivir.
Y qué es el poema sino un puñado de pájaros muertos en la mano.
Y qué es el poema sino un disparo al sol desde detrás de un peñasco de colores.
Y qué es el poema sino sobrevivir entre piedras calcinadas y antiguas.
El laúd está roto y el viento escapó desde el agujero preciado en que lo reteníamos.
Hay que inventar un viento.
Hay que inventar un agua en la garganta.
Hay que encontrar esas voces pequeñitas que deambulan por los desiertos como
notas escapadas de un pentagrama enrejado, envejecido.
Pertenecer. Pertenecerse. Es ésto todo al fin cuanto queríamos.
Un silencio incompleto. Un lugar de ceremonias sencillas y perfectas. Sólo falta
que inventemos un viento.
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